La temporada estival estaba presente en todos los aldeanos que disfrutaban de buenas y agradables temperaturas. Ni hacía el calor asfixiante que suele registrarse en otros lugares por estas fechas, ni las bajas cifras harían su aparición hasta la llegada del otoño. Junto con la primavera, era la estación en la que estos solitarios habitantes podían vivir en un ambiente más óptimo y favorable, lejos de la hostilidad de los otros periodos del año. Pero el verano ofrecía más atractivos que la primavera a los aldeanos: los huertos daban más alimentos, los árboles maduraban sus frutos y entre todos los recogían. Pese a la dureza con la que los inviernos castigaban a su naturaleza, esta zona era muy fértil y producía una sorprendente y variada cantidad de productos que eran bien aprovechados y consumidos. Este era el tiempo en el que todos se reunían para celebrar sus fiestas y cocinaban exquisitos banquetes con los que disfrutar plenamente de estas jornadas, organizando también bailes y juegos con los que divertirse y ser felices. Casi todos los días algunos aprovechaban para darse un baño en un río que estaba alejado, pero no les importaba andar porque querían relajarse con las limpias y transparentes aguas de este paraje natural. Así transcurría la mejor etapa del año en la que estas humildes gentes absorbían la dicha de la vida, vida que no cambiaban por nada, ya que estaban dispuestos a que el lugar no quedara desolado y acabado por el abandono, al menos durante mucho tiempo. Durante el verano no tenían que trabajar tanto como en la primavera y se dedicaban a buscar las mejores formas de recrearse, porque ya llegarían las otras estaciones más aburridas y tristes. La soledad de estar más metidos en casa, aletargados y soportando las condiciones de una vida más adversa que no tenía nada que ver con esta dulce realidad, en la que todo era pureza y encanto para los habitantes de la aldea.
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