miércoles, 30 de noviembre de 2016

PRIMAVERA

La primavera había llegado a los pocos vecinos de la aldea. De estas veinte casas solo doce estaban habitadas y las otras las utilizaban para almacenar los piensos, los excedentes agrícolas, guardar leña y colocar muebles y utensilios que no necesitaran. Años atrás, en todas estas construcciones --ya muy viejas y desgastadas--, vivieron otros paisanos que emigraron a la ciudad, pero estos aldeanos que quedaron se resistían, a pesar de las condiciones adversas en las que a veces vivían, a abandonar su lugar de origen. Se sentían felices de la soledad, de la intimidad y de la dulce tranquilidad que les rodeaba e intentaban que no faltaran tareas y actividades con las que entretenerse y aprovechar el tiempo. Estas eran sus ilusiones, crearse su propio bienestar, ayudarse unos a otros y pasarlo lo mejor posible apartados de todo el mundo avanzado del progreso y de la multitud. Justamente era con la llegada del buen tiempo, con la primavera tan esperada, cuando se les abría más campo de expansión y relax, sobre todo a los cinco niños que deseaban estas fechas para poder ir a las montañas y disfrutar de todas las bellezas y encantos que posee la naturaleza. Eran muchas sus correrías, pues si por una parte tenían que ayudar a sus padres en múltiples tareas, siempre les sobraba tiempo para pasear y jugar por los espacios naturales que les rodeaban, ir a las fuentes y beber ese agua siempre tan pura, comerse todos los frutos secos y silvestres que se les apetecieran, visitar las cuevas que según los aldeanos guardaban algún que otro misterio de los tiempos prehistóricos y un sin fin de recorridos más que ahora, con esta estación del año, podían realizar con placer y regocijo. Existía también una zona en donde crecían hierbas medicinales autóctonas, cuyo uso y aplicación solo conocía el curandero de los aldeanos, quien lo había aprendido y conocía sus efectos y propiedades por su tradición familiar. Por ello se llevaba a los niños a este lugar y procuraba enseñarles todo lo que sabía, porque se había dado la circunstancia y negativa coincidencia de que ninguno de los otros aldeanos había querido aprender. Llegó una noche más y un intenso día primaveral había sido bien aprovechado por todos. Las montañas rebosaban de frutos, de animales y de flores durante toda la estación. Ahora tenían que llenar los graneros de piensos para alimentar a los animales en el invierno; pastorear las cabras, cerdos y vacas, cultivar los huertos y realizar otras labores, siempre con gusto, con alegría y con ilusión por trabajar. Esta era una fecha clave para los aldeanos, que aunque se sacrificaban para subsistir durante las estaciones hostiles, disfrutaban de la naturaleza y de la tierra que siempre han amado y en la que pasara lo que pasara, se resistirían con toda firmeza y energía a abandonarla.

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