Siempre acojo con deseo el final
del verano. Llega un momento
en que la rutina de la vida hedonista
se hace pesada, me canso del estío
y de la inactividad y quiero volver
al dinamismo y la vida normal
de la ciudad. Me gusta más el ambiente
de la cotidianidad urbana porque ofrece
un mosaico más amplio de quehaceres,
una serie de actividades interesantes
que en época de vacaciones no existe.
La vida durante el año es variada
y el verano me aburre y me gusta poco.
Cuando agosto llega yo me siento
que quiero el movimiento usual de Sevilla
durante el año, su trajín habitual,
y que el verano y su pasividad,
de repetir sus anodinas vivencias
se acabe cuanto antes. El estío
no es lo mío, las calores y la vida
tan paralizada por las vacaciones
me produce crisis de agobio y fastidio.
Cuando llega el final del verano
lo vivo con placer y agrado, con el bienestar
de recuperar la actividad común, de volver
a la vida acostumbrada y nada de estrés,
ni de depresiones postvacacionales porque debe
haber de todo y el hedonismo constante
no puede existir porque acabaría con todo
y la vida humana no podría desarrollarse
y realizarse jamás.
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