Mi profesor de literatura, cuando yo estudiaba el bachillerato, hizo en un principio una altruista y magnífica labor conmigo y a ambos nos unió una fraternal amistad durante bastante tiempo. Hasta que esta excelente relación por desgracia se fue enfriando. Cuando terminaba ya el curso, me llamó una mañana muy temprano, sin yo esperarlo, y me dijo que fuera a ayudarle a una imprenta a realizar el que sería un largo trabajo, pues estuve, junto con otros compañeros del instituto, toda una mañana currelando. Cuando acabamos la pesada faena y después nos tomamos un refresquito, de repente mi profe cogió de los brazos a un compañero que le había estado ayudando lo mismo que yo, y se desvivió en muestras de agradecimientos y halagos, todo fueron flores para este muchacho. Cuando la escena de tanta gratitud hacia este alumno se hizo larga, yo, extrañado y perplejo de que a mí en cambio no me dijera absolutamente nada, se lo referí. Este docente reaccionó muy raramente y al final se dejó caer que como yo era un poeta a mí no me tenía que dar las gracias. Pero lo más increíble de todo es cuando me cogió la mano y de manera sarcástica me dijo una y otra vez zarandeándome: --gracias Martín, muchas gracias Martín. Esa fue la manera de corresponder a su alumno y poeta: no solo que yo no era merecedor de unas simples gracias, porque todos los honores se los llevó el otro chaval, sino que encima me hace un número así de repugnante que no venía a cuento y carecía totalmente de sentido porque los dos habíamos tenido siempre una buena relación. Cosas inesperadas y chocantes que pasan en la vida. Pues bien, días después en el instituto me pidió que siguiera ayudándole, a lo que yo me negué después de la sesión que me dio que yo no me merecía en absoluto. Y me volvió a insistir dos veces más en que le ayudara, cabezonamente me lo pidió a mí, en cambio no se lo solicitó al otro compañero que se había llevado tantas muestras de gratitud y tanto afecto y simpatía. No le pidió que colaborara a este compañero y encima yo tenía que ser por narices el que le resolviera el trabajito en cuestión. Yo solo trabajar y ayudarle porque por mi condición de poeta no merecía ni gracias ni nada. Al final pasé de él como se merecía. Después de terminar el curso, yo enfermé psíquicamente y acabé hospitalizado en Málaga. Estando allí le escribí una carta a este profesor que era un tanto enfermiza, porque a ver, yo estaba entonces muy mal, esa era la verdad, pero una cosa que sí le pedí y le insistí a lo largo de la misiva es que me perdonara. Y esto no creo que fuera ninguna locura. Después del infierno padecido en este Sanatorio donde sufrí graves torturas y me hicieron de todo lo más malo que se pueda cometer con una persona sin motivos ningunos, yo recibí el alta y volví a Sevilla. Y recuerdo con la ilusión que retorné al instituto para matricularme en las dos asignaturas que me quedaron pendientes y que quería aprobar para obtener el título de bachillerato. Y la alegría que sentí al ver a mi profesor y saludarlo, actitud que no fue así la suya, pues se mostró muy frío y muy seco y serio conmigo. Enseguida me refirió que recibió la carta que yo le escribí desde el Sanatorio y que vio que yo estaba muy mal. Me dijo que debía tranquilizarme, que la carta reflejaba el mal estado en el que yo me encontraba y no dejó una y otra vez de refregarme de todo acerca de mi deficiente estado de salud mental. Pero ahí no quedó la cosa, porque al ver que yo cogí de la conserjería del instituto donde ambos estábamos, la solicitud de matrícula, me dijo con muy malos sentimientos: --no te matricules, Martín, tú no estás apto para estudiar. El rencor le duraba aún a este señor cuando hacía un año que pasó todo aquello y sabía todo lo que yo había sufrido estando ingresado. Y ahora resulta que me quiso dar este machacón y esta humillación. Me parece muy bien si no quería saber ya nada de mí y cortar conmigo para siempre, pero a él no le importaba si yo deseaba matricularme en el instituto y no tuvo por qué desanimarme ni decirme lo que yo tenía que hacer. Eso no era asunto de su incumbencia. Yo que estaba desanimado y medio depresivo porque me quedaron secuelas post-sanatorio, le hice caso y finalmente no me matriculé. El rencor de este hombre hizo efecto negativo en mi pobre y triste realidad de entonces y yo me dejé influir por sus malas intenciones hacia mí y ya nunca más volví a estudiar en el Instituto Bécquer de mi Sevilla.
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